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La rubia de enfrente

  • Noemí Medina
  • 28 jun 2018
  • 4 Min. de lectura

En la mañana del domingo, mientras repasaba la clase para el lunes, me tocaron el timbre. Molesta por la interrupción, espié por la mirilla, pero no vi a nadie. Después de un rato, apareció ante mis ojos una mujer rubia de buenas curvas, embutida en un conjunto de jogging algo ajustado.

Si la viera mi marido..., pensé. Abrí la puerta, y ella se presentó:

—¡Hola! Soy Emilia, la nueva vecina de enfrente. Por casualidad, ¿tendrías un llave para prestarme? Es que intenté abrir la canilla y se me desarmó en la mano, mi marido todavía no llega con el segundo camión y el agua no para de salir. No sé qué hacer. Tengo todas las cajas por el suelo y pronto se me va a empezar a mojar todo.

—¡Hola! No tengo ninguna llave para prestarte. ¿Por qué no cerrás la llave de paso directamente?

No pensaba presentarme, y mucho menos prestarle nada a esa mujer. Mi garage está infestado de herramientas para cualquier tipo de arreglo, ya que Jorge es afecto a las tareas manuales. Pero prefería mantener a la nueva vecina lo más lejos posible. Jorge se encargaría solo de conocerla, sin necesidad de que yo la metiera en casa.

—Bueno, gracias de todas formas. Por las dudas, me acabo de mudar allá enfrente, en la casa de amarillo. Qué color deprimente. ¿A quién se le ocurre usar ese color? —Le miré el cabello teñido y no dije nada—. Lo primero que vamos a hacer con el gordo es volver a pintarla. ¿No te parece?

—Ajá —dije por toda respuesta.

Mi evidente entusiasmo por conocerla la convenció: luego de saludar brevemente, se dio media vuelta y se fue por donde vino.

Cerré la puerta con suavidad, y me concentré en acomodar las cortinas de modo que no se viera desde afuera.

El domingo a la noche ya me había aburrido de ver a la vecina subir y bajar con cajas. Ningún hombre apareció en todo el día. ¿Será otra mujer separada que pone la excusa del marido para no piensen que está sola?

Cuando Jorge llegó, tiró sus implementos de pesca en el living como hace siempre, y se metió rápido a la ducha. Cumpliendo con mi rutina post-pesca, revisé la caja y el balde y comprobé que otra vez llegaban limpios y secos. En la heladerita guardaba una bolsa con unos pocos pescados que puse en el freezer.

Una frenada me llamó la atención. Corrí a mi puesto detrás de la ventana y pude ver que una imponente 4x4 plateada estacionó en la puerta de la casa amarilla. Bajó un hombre alto, de pelo castaño, cojeando de una pierna, junto a dos niños rubios de unos cuatro o cinco años, que parecían gemelos. Emilia salió a recibirlo efusivamente mientras los niños entraban a la casa a la carrera, sin mirarla siquiera. Cerró la puerta con el pie y encendió un cigarrillo que él extendió. Ambos se quedaron fumando en la puerta un rato.

Mientras le servía las papas a Jorge, espiaba de a ratos la acción en la casa de enfrente. Mejor dicho, la inacción. Sólo se veían las luces prendidas, y la vecina trajinando con las cajas. La camioneta ya no estaba.

El resto de la semana no vi luz ni nadie entrar ni salir de la casa. Como si nadie se hubiera mudado. Nadie que pinte la casa de otro color, ni que corte el pasto, que ya estaba demasiado largo.

Por un lado era un alivio: Jorge no se había enterado de la nueva vecina. Se lo comenté el miércoles a la noche.

—¡Imposible! Si esa casa se hubiera puesto en venta o alquiler, Aníbal me hubiera avisado.

Lo miré desconcertada. Recordé que su mejor amigo trabajaba en una inmobiliaria, y solía estar al tanto de todos los movimientos del barrio.

Esa noche no pude dormir. Yo vi la mudanza. La mujer rubia, el tipo alto, los chicos. ¿Me imaginé todo eso? No podía ser. Esperé que se haga de día, y después de que Jorge se fuera a trabajar me crucé a la casa de frente amarillo.

Toqué timbre y esperé. Me sudaban las manos. ¿Qué me ponía tan nerviosa?

Pasó un rato y nadie contestó. Miré la puerta con detenimineto y me di cuenta de que estaba apenas entreabierta. La empujé y me asomé. Encontré todas las cajas tal como las había visto el domingo a la noche desde mi escondite. Dudé. Era evidente que nadie había tocado nada en varios días. Tenía que irme de ahí. Pero una extraña motivación me instó a seguir avanzando.

—¡Hola…! ¿Emilia…?

Me respondió el silencio. Caminé entre las cajas hasta la cocina.

Me asustó el ruido de la puerta de calle al cerrarse. Cuando me di vuelta, mi mirada chocó con la sonrisa burlona de Jorge. A su lado estaba la rubia, pegada como una garrapata a la cintura de mi marido.

—¿Así que no tenés "ninguna llave"? Qué mala vecina resultaste. Y yo que pensé que sólo eras mala conmigo, pero parece que no... Pero ya vas a aprender lo que le pasa a las amargadas como vos.

 
 
 

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