Mi Hada Ada
- Gabriela Kesselman Lob
- 16 may 2018
- 4 Min. de lectura
Las personas que me vienen acompañando a lo largo de la vida cumplen funciones específicas. Así es como lo percibí siempre, desde pequeña. Podría decirse que tengo el don de visualizar qué debe enseñarme cada una de esas personas.
No sé si el día que nací se sentaron a deliberar y ponerse de acuerdo sobre el rol de este y aquel, o si sencillamente ocurrió lo que debía ocurrir. Como el cauce de un río que avanza en determinada dirección porque no podría fluir en otro sentido, aunque lo desease fervientemente. De libre albedrío: nada.
Mi mamá se ocupó de mi educación formal: de que coma con la boca cerrada, de que me bañe a diario, de que no eructe en la mesa, de que haga la tarea. Esa función es inherente a las madres. A las madres ese chip les viene de fábrica. Una madre sin ese chip es una madre defectuosa.
Mi tío Juan me enseñó a tocar la guitarra. Desde las primeras clases hizo dos esfuerzos enormes: convencerme de que el rock es el género musical por excelencia y de que la cumbia villera ni siquiera cumple con los acordes básicos para considerarse música. Fracasó: a cada uno le gusta lo que le gusta, casi de manera involuntaria.
Mi abuelo Pedro me enseñó a andar en bicicleta, y había prometido enseñarme a manejar cuando cumpliese los dieciseis. Mi mamá se negó rotundamente. Hubo un conflicto de intereses que, llegado el momento, se resolvió de la manera más obvia.
Mi papá me enseñó a extrañar. Me enseñó sobre las ausencias que duelen y sobre cuán jodido es atravesar cada día del padre sin saber qué cara tiene ese tipo que se borró porque no estaba en sus planes tener una hija en ese momento.
Mi abuela Ada me enseñó a creer en los milagros. Yo la llamo Mi Hada Ada. Ella es mi hada madrina, mi protectora, un angelito que me demuestra a diario que soy lo más importante de su vida. Ella cree en duendes, en hadas y en unicornios. Relata los mejores cuentos de la galaxia y teje los suéters más espantosos. Le habla a las plantas para que crezcan fuertes. Y canta, muy desafinadamente, mientras prepara bizcochuelos, asegurando que así levan más. Es probable que los bizcochuelos sean sordos; si no, no se entiende.
Una de las tantas cosas que Ada me enseñó es que el muñequito que titila en el semáforo es en realidad un duende que nos da esos segundos para pedir deseos. Es imperioso que el deseo se pida cuando el muñequito parpadea en verde. Hice la prueba de los deseos cientos de veces. Confieso que no es algo científico que se cumpla al ciento por ciento, tiene un margen de error directamente proporcional a la magnitud del deseo; pero nunca se lo dije a Ada, como tampoco le conté que me saco sus suéters tejidos con lanas gruesas y de colores chillones en la esquina de casa y me los vuelvo a poner al volver. Cuando una ama a alguien, lo que no suma, resta.
Volviendo a los deseos, siempre creí que Ada pedía cosas muy sencillas, y que por eso a ella el promedio de efectividad del muñeco le daba de casi el ciento por ciento. De todos modos, yo siempre supe que en la cuestión de los deseos no importaban los resultados, sino mirarnos a los ojos en cada semáforo para vernos el alma. Y eso ya era un milagro en sí mismo.
Los años pasaron, Ada fue envejeciendo, y cada vez que salíamos juntas, cuando íbamos a cruzar la calle, nos mirábamos a los ojos sabiendo que cada una estaba pidiendo su deseo.
Yo creo que ella se esmeraba en pedir que mi papá no me duela. Yo siempre hice lo posible por hacérselo creer.
El paso del tiempo nos obligó a inventar nuevas reglas para el mismo juego. Cuando aprendí a manejar —algo que no ocurrió a mis dieciséis porque en la lucha de jurisdicciones ganó mi mamá—, nosotras ya no veíamos al muñeco titilando de frente, sino de costado. Y si estábamos paradas primeras en la fila del semáforo, si no, el muñeco ni se veía. A veces el deseo consistía, precisamente, en quedar primeras en todos los semáforos.
Me recibí. Me casé. Viajé. Y tengo un trabajo que me apasiona.
No sé cuánta influencia tuvo el muñequito en mi vida, pero los sucesos importantes siempre estuvieron precedidos por la lucecita verde titilando.
Un día, Ada enfermó. Mi Hada Ada estaba apagándose, y yo podía verlo en su alma a través de sus ojos.
No me animé a pedirle al muñeco que le evitase la muerte, porque iba a ponerlo en ridículo.
Mi abuela falleció un 29 de febrero.
Mientras yo caminaba cabizbaja hacia su velorio, me detuvo un semáforo cuyo muñequito titilaba. No pude evitar recorrer el camino de los cuarenta años del amor más infinito e incondicional que ella y yo habíamos transitado. Ese camino que empezó con Ada cruzándome la calle en mi cochecito y que terminó diez días atrás cuando la llevé en su silla de ruedas a dar su última vuelta manzana.
El semáforo cambió sin que yo lo advierta, pero una manito ínfima me apretó el dedo anular con todas su fuerzas y me dijo “Vamos, mami, crucemos. Yo ya le pedí al muñequito verde que Adita no sufra más”.
Gabriela Keselman Lob
16-03-16
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