Es cierto, es una vida
- noemimedina3
- 16 may 2018
- 5 Min. de lectura
Un pegajoso verano me sorprende en una clínica de Misiones.
La nobleza de la memoria, la perfección del olvido, el equilibrio entre ambos. Qué misterio.
¿Cómo se decide qué recordamos y qué pasa al olvido? ¿Cuál es el patrón que gobierna aquello que recordamos? ¿Qué mecanismo decide que, por nuestro bien, es mejor olvidar?
Como si hubiese ocurrido ayer, veo ahora aquella imagen de mí misma. Tan nítida la veo que me permite revivirla: me veo en una enorme sala sintiendo las contracciones de mi segundo parto. En medio del dolor punzante, me pregunto qué me llevó a elegir, nuevamente, atravesar este dolor insoportable.
Después de haber parido a mi primera hija, olvidé por completo los dolores de parto. Y el recuerdo reapareció recién al volver a parir.
El verano misionero parece más pegajoso a medida que pasan las horas.
Dieciocho años después de los primeros dolores de parto, estos nuevos dolores, que no son míos, me duelen más que aquellos.
—Mamá —me dijo ella un mes atrás—, se nos rompió el preservativo.
—¿Quienes somos “nos”, Mariela?
—No lo conocés. —Hizo un silencio—. Dale, mamá. Te digo que no lo conocés. No es importante quién es. ¿Me vas a ayudar, o me las arreglo sola?
Mariela había heredado la habilidad de su padre para desvirtuar las conversaciones. Y desde que mi hija había comenzado a tener relaciones, yo había fantaseado docenas de veces con este diálogo, o uno similar.
En mi imaginación, yo siempre resolvía el conflicto con inteligencia; sin embargo, ahora que el diálogo estaba cobrando vida, yo me sentía apabullada.
¿Qué sentido había tenido tanto ensayo?
Di por obvio que Mariela no iba a querer tener a ese hijo, cuyo padre yo ni siquiera conocía.
—No te precoupes —le dije escondiendo mis manos en los bolsillos para disimular el temblor—, voy a la farmacia a comprar la pastilla del día después.
—Mirá que no fue ayer, eh.
—¿Ayer? —dije sorprendida.
Ya habíamos hablado sobre el tema. La mal llamada “pastilla del día después” se toma el mismo día en el cual el método anticonceptivo falló.
En mis charlas imaginarias, nunca había perdido la paciencia. Era imprescindible que me plagiara a mi misma. Cerré los ojos y pretendí estar ensayando frente al espejo lo que le diría a mi hija adolescente embarazada.
Agarré el teléfono.
—Consultorio, buenas tardes.
—Hola, soy la señora Agave, ¿cómo estás?
—Bien, señora. ¿Usted?
—Muy bien —mentí—. Necesito un turno urgente.
—El doctor no tiene turnos hasta dentro de dos meses —oí.
—Esto es urgente —repertí—. Por favor, consultale si puedo ir hoy mismo a última hora.
Me altera la musiquita clásica de espera.
—Señora, dice el doctor que venga a las 20 horas.
—Muchísimas gracias.
Me desmoroné en la silla, intenté que Mariela no lo notara.
—Hoy a las 20 —le dije—. Sé que él no hace abortos, pero imagino sabrá a quién recomendarnos.
—¿Un aborto? —dijo mi hija sollozando.
La miré con rigurosidad. No debía darle la menor posibilidad de elección.
—¿De qué me estás hablando, Mariela?
—Pero, mamá… Vos siempre me dijiste que estabas en contra de los abortos.
—Mariela, estoy en contra del aborto en general, como conducta habitual o método anticonceptivo. Esto es otra cosa, hija.
Estuve a punto de iniciar mi discurso sobre el “mal mayor”, pero la cara de Mariela me detuvo.
—Mi amor —le dije impostando mi equilibrio emocional—, tener un hijo deseado es ya de por sí complicadísimo. Miles de veces te cuestionás si hiciste lo correcto. La maternidad es tan bella como ingrata. Imagino, sin demasiado esfuerzo, la pesadilla que implica tener un hijo no buscado a los dieciocho años. ¿De qué me estás hablando?.
Mariela permanecía en el más absoluto silencio. Un silencio incómodo.
Evalué llamar a mi exmarido. Hubiese sido agregar un problemas más.
—Gordita, me voy a recostar —le dije a Mariela, y me alejé dando por finalizado cualquier diálogo.
En mi cama lloré como cuando tenía dieciocho años y tuve que atravesar el peor drama concebible a esa edad: mi primer novio me dejaba. Como en ese momento, cerré los ojos en busca del placebo del sueño. Tal como tres décadas atrás, me desperté con la ilusión de que no hubiera sido más que una pesadilla. Pero, tanto en ese momento como hoy, la pesadilla era la propia realidad.
Recién cuando me senté en la cama, percibí a Mariela hecha un ovillo a mi lado, profundamente dormida.
Le acaricié el pelo, suavemente, como cuando era una niña.
Estar viviendo ese momento me parecía tan lejano y ajeno, y sin embargo me estaba pasando a mí, a nosotras, a Mariela.
Mi médico, tal como supuse, no sólo no hacía abortos, tampoco podía recomendarme a un médico que los hiciese:
—Los controles están cada vez mas severos —me dijo—. Lamento no poder ayudarlas.
Me resistía a pensar que la única opción era terminar en una maldita clínica ilegal de provincia.
—Mami —me preguntó Mariela. Y la vi como a aquella chiquita que se tambaleaba en sus primeros pasos: me despertó una enorme compasión—. ¿Y ahora qué vamos a hacer?
—Dejame pensar, dejame pensar. Mañana hablamos.
Al día siguiente, gogleé, mandé mails, consulté por mensajes de texto: absolutamente nadie podía ayudarme.
Nadie quiere darme un contacto, me dije furiosa, asustada y prejuiciosa. Nadie quiere que yo sepa que han abortado.
Y ahí me avivé.
—¡Rosita! —le pregunté a mi mucama, que lavaba los platos—. ¿Vos, los tres abortos, dónde te los hiciste?
Rosita dejó la esponja y me miró con ternura.
—En Misiones, señora.
—¿Podés contactarme con el médico?
Se secó las manos y revolvió en la cartera buscando el celular.
Por un segundo sentí que las cosas se encaminaban.
—Vos te podés quedar a cuidar a…
—Yo se lo cuido al nene, señora.
Aterrizamos en Puerto Iguazú dos días más tarde, después de un vuelo nocturno.
Dormimos en un hotel del centro, y llegamos a la clínica el viernes a las 8:00.
Yo llevaba $ 10.000 en mi cartera. Mariela estaba en ayunas, yo también estaba en ayunas. ¿De qué otra manera podía estar si había traído a mi hija a una clínica de Misiones a abortar ilegalmente?
Un siglo después de verla entrar en el quirófano, salió una señora enfundada en un ambo azul.
—Listo, señora —me dijo—, ya puede pasar.
Ahí estaba Mariela. Pálida. Dormida. Con el brazo extendido y el suero que goteaba.
—Señora —me dijo un muchacho, me agarró desprevenida—. ¿Le muestro?
En el fondo de un tacho de plástico naranja estaba lo que debía ser mi nieto.
Miré al muchacho con odio.
—¿Es necesario? —pregunté conteniendo la indignación.
—Procedimiento.
Este pegajoso verano misionero se me hace insoportable.
Mariela no despierta.
Mi hija no estaba lista para ser madre, yo no estaba lista para enterrar a mi hija.
Gabriela Keselman Lob
Septiembre de 2016
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