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El cuento de la princesa

  • Noemí Medina
  • 28 jun 2018
  • 5 Min. de lectura

El cuento de la princesa

La princesa Inés peinaba sus rulos simulando indiferencia, mientras planificaba la huida. El príncipe que le había tocado en suerte todavía no vendría a buscarla, así que tenía tiempo de sobra.

Y digo que le había tocado en suerte porque ninguna princesa ignora cuál príncipe le corresponde. Hay un sorteo previo al nacimiento de cada una, donde se define cuál será su príncipe azul. ¿O cómo creen que la princesa puede saber si tiene que despertar con el beso de un príncipe determinado? ¿Cualquier príncipe le viene bien? No. Está predeterminado.

Así que Inés tenía algunos datos de su príncipe azul, pero no todos. Sabía que era alto y apuesto, que no era lo común en esos tiempos, donde la mayoría de los príncipes tenían algún defecto físico: o eran petisos, o con una marca en la cara, o la musculatura acumulada a la altura de la panza. Sabía que era de origen francés, aunque no había podido averiguar el nombre. Su hada madrina tenía la obligación de mantener el secreto hasta el momento adecuado.

Inés sabía que debía esperar el momento justo para recibir la revelación.

Esperar. Qué difícil…

Como princesa había sido educada para esperar, sí: esperar para salir, esperar para entrar, esperar para saludar a su madre, y hasta esperar para irse a dormir. Sin embargo, sentía dentro de sí una gran urgencia por vivir y disfrutar de la vida.

¡Al diablo los protocolos! En cuanto consiguiera el dato que le faltaba, escaparía con su príncipe. Presentía que, no bien lo viera, lo reconocería.

Desde hacía varias semanas, pasaba horas y horas pegada a la pantalla de su celular buscando información sobre príncipes que tuvieran ascendencia francesa.

Y así sucedió con la foto: en cuanto la vio, descubrió que sus propios rizos rubios encajaban a la perfección con el pelo castaño de él. Que sus ojos claros hacían juego con los ojos castaños del príncipe. Que su piel blanca se vería espléndida junto a las pecas de él. Que la edad era la adecuada. Todo calzaba perfecto. Todo. Excepto ese bigote estilo Pancho Villa, que se veía en la imagen con el castillo de Marambia de fondo.

Pero a ella no le importó. Un bigote. ¿Qué era un bigote? ¡Que se lo afeitara!

Ahora que tenía el nombre de su príncipe, sólo le quedaba salir a buscarlo. Esta parecía la parte más difícil. Su hada madrina no podría ayudarla —ni siquiera le podía preguntar: levantaría sospechas—. Aun con toda la tecnología a su alcance, y por más princesa que fuera, no le sería fácil entrar sin permiso en la corte de otro reino. Pero Inés no era de las que se quedan de brazos cruzados, no. Estaba planificando su huida minuciosamente.

Primero tenía que rescatar a su príncipe del castillo de Marambia. El viaje llevaría unos cuantos días, y llegar hasta ese lugar sería todo un problema, pero no el único. Los problemas empezarían en su propio castillo y en el viaje mismo. En particular porque debía guardar las apariencias: se camuflaría entre la gente común, para eso tenía que adecuar su vestimenta, algo que ya había aprendido en tutoriales de YouTube. Y luego necesitaría un vestido especial para ingresar en el castillo sin levantar sospechas.

Pero para el viaje todavía faltaba.

Segura de que no le alcanzaría el efectivo ni los dólares ahorrados, se escabulliría en el cuarto de vestir de la reina madre.

Esperó la hora de la siesta, cuando las órdenes secas de la reina cesaban y la servidumbre se adormecía. Nadie notaría que una sombra silenciosa se llenaba los bolsillos con algunos papeles de colores.

Y más vale que así fuera. De lo contrario, Inés se ganaría más de un castigo: estaba infringiendo casi todas las leyes juntas, o al menos casi todas las leyes que conocía.

Cuando tuvo todo preparado, se descolgó por la ventana del último pasillo, que había destrabado y dejado arrimada unos días antes. El guardia de esa zona solía espiar a la mucama más joven mientras se cambiaba, y no revisaba las puertas y ventanas como correspondía. Nadie más rondaba esa zona, Inés lo sabía muy bien. Lo sabía de sus épocas de temprana adolescencia, cuando hurgaba cada rincón del enorme castillo carcelario.

Pasó por debajo de unos alambres, con sumo cuidado, ya que su capa no debía rasgarse y muchos menos dejar traslucir los brillos de su vestido.

Una vez que estuvo fuera, se cambió más tranquila en un rincón oscuro del callejón. Su vestido real tuvo que achicharrarse en el fondo del bolso, de donde salieron mágicamente unos jeans y un buzo con grandes letras, junto a unas zapatillas Converse. Nada hacía juego con nada: azul con verde, y blanco con rojo y amarillo; pero era lo mejor que había podido armarse, con lo que alcanzó a sacarle a la costurera real.

No tenía tiempo que perder. Corrió silenciosamente hasta la estación. Compró un pasaje a Marambia, con la esperanza secreta de que no la revisaran demasiado al cruzar la frontera. Su vestido con incrustaciones de piedras preciosas llamaría la atención en cualquier lugar. Pero no lo podía descartar: era la llave maestra para la movida que tenía planificada.

Con la destreza que la caracterizaba, al llegar al castillo de Marambia se puso el vestido real y guardó las otras ropas en el bolso. Se escabulló en el castillo, logró colarse en la fila de los bufones y luego buscó un lugar entre las cortesanas.

Tenía que llegar adelante de todo para que el príncipe la viera.

Un par de empujones hicieron que las otras la miraran con curiosidad y fastidio, pero ella las ignoró: su objetivo estaba al frente, y no se podía distraer justo ahora.

En cuanto encontró el lugar ideal, se paró muy derecha. Y, con la sonrisa apropiada, acomodó sus rulos.

El corazón le latía a mil: estaba segura de que iba por buen camino.

El príncipe apareció por la puerta del fondo, y entró triunfalmente.

Cuando llegó a su trono, la miró con curiosidad. ¡Inés había logrado su primer objetivo! Esperaba que al salir él hiciera o dijera algo, pero nada pasó. Tenía que actuar rápido, antes de perderlo de vista. Pero no sabía qué hacer.

—¡Pssst! ¡Pssst! —dijo en voz baja, y sacó pecho para que él viera la gema real.

El príncipe la miró nuevamente, frunció el ceño y se fue.

Inés se quedó observándolo.

Él tiene que saber quién es su princesa, se dijo. ¿Cómo no me reconoció? ¿O será que no es el momento?

Dudó si insistir, o dejarlo para otra oportunidad.

El príncipe desapareció de su vista, y toda la corte empezó a romper filas.

Inés no quería quedarse última, y se apresuró a salir.

Ya en la calle, oyó un tintineo detrás, y una brisa cálida la envolvió.

—¡Mi vestido! —se quejó Inés. Se miró y se vio atrapada de pies a cabeza en un manto gris—. ¿Cómo vuelvo al palacio?

—¡Por fin te encuentro! —dijo el hada madrina—. La reina madre está revolviendo todo el reino buscándote. ¡Vamos! —Se le acercó al oído—. Tu príncipe es el hermano, el que no tiene bigote.

Este cuento fue seleccionado con mención especial en el Certamen Internacional de Narrativa "Vientos del desierto" 2018 y publicado en la antología Vientos del Desierto, de Editorial Equinoxio

 
 
 

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