¿Y la culpa de quien fue?
- Gabriela Kesselman Lob
- 16 may 2018
- 3 Min. de lectura
—Fue culpa de ese maldito árbol —gritaba la viuda de Fernández, consolando a sus seis hijos ahora huérfanos de padre—. Fue culpa del árbol y de la puta soga en esa rama de mierda, que no hicieron más que tentar a mi pobre marido.
La escena era por demás escabrosa, el cuerpo del viejo Fernández colgaba inerte del jacarandá florecido.
—¿Quién habrá dejado una soga en el árbol? —preguntó la almacenera.
El jacarandá estaba a pocos metros de la entrada del colegio del pueblo.
—Yo puse la soga —dijo doña Clotilde, que con sus cientos dos años tenía mejor memoria que los más jóvenes.
Enardecidos, los pueblerinos la miraron. Necesitaban encontrar un chivo expiatorio para aquel suicidio, pero la viejita del barrio no era la candidata ideal.
—Esa soga... —dijo Clotilde, acercándose a la barriada—. Esa, junto con otra que se rompió, sostenía una hamaca.
El cuchicheo se hacía cada vez más fuerte, insoportable.
—Miente —dijo alguien elevando el tono de voz, pero escondiéndose para no ser individualizado—, acá nunca hubo una hamaca.
—Sí que la hubo —dijo doña Clotilde—. Mi primera hija desapareció dentro de ese colegio. Una mañana, como todas, vino a clases, y nunca más la volvimos a ver. Nunca nadie la vio salir. Así que algo le ocurrió ahí dentro, pero nunca encontraron el cuerpo.
Hubo un murmullo.
—Cuando años después —siguió diciendo la anciana—, mi segunda hija empezó el colegio, me daba pánico no verla durante las horas de clase (temía perderla en ese mismo lugar embrujado y maldito). Así que mi marido colocó una hamaca en las ramas del jacarandá para que yo pudiese observarla durante las cuatro horas diarias que permanecía en el aula. Siempre en la misma aula, era una promesa que me había hecho el director. Ella estaría en ese aula, en ese banco cercano a la ventana, mientras yo me hamacaba sin sacarle los ojos de encima.
—¿Y el árbol ese de dónde salió? —preguntó doña Constancia—. ¿Por qué no está plantado junto a todos los otros? ¿Qué hace ahí solitario frente a la entrada del colegio?
—Mi abuelo Manuel —dijo Manuelito, a quien todos llamaban con el diminutivo a pesar de sus noventa años— tenía un potrillo al que consideraba su mejor amigo. Durante el verano de aquel año, la mayoría de los animales contrajeron un extraño virus y murieron en menos de doce horas. Mi abuelo estaba tan angustiado que no quería salir de su casa. Su papá le propuso enterrar al potrillo debajo de un pequeño arbusto que estaba frente al colegio, así podría sentirlo cerca mientras estudiaba.
—¿Y qué tiene que ver el árbol con el arbusto y el arbusto con el potrillo? —preguntó la reciente viuda de Fernández—. ¿A quién se le ocurrió plantar un árbol en medio de la nada?
—A mi bisabuelo —dijo la comadrona del pueblo—. El Tata, al plantarlo, ni imaginó que se convertiría en este árbol enorme. Era un pequeño arbusto cuya semilla había sido, seguramente, paseada con el viento. De hecho, acá en el pueblo, siempre se dijo que el vigor de aquel potrillo enterrado le dio al arbusto la posibilidad de ser árbol. El Tata sólo quería poner algo con flores y perfume —siguió justificándolo la comadrona—. Así, mi bisabuela, que vivía allá enfrente —dijo señalando una colina vacía— podía ver flores desde la ventana de la cocina en donde preparaba las mejores mermeladas del pueblo.
Ni el árbol ni la soga ni la hamaca ni las flores ni el potrillo tuvieron nada que ver con la decisión de Fernández, que se quitó la vida al enterarse por una de esas casualidades, al hacerse un estudio por un insoportable y estúpido dolor de ciático, que toda la vida había sido estéril.
Gabriela Keselman
Mayo 2017
Comments