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Inquilina

  • Noemí Medina
  • 21 mar 2018
  • 1 Min. de lectura

No pienso volver nunca más, pensé apenas cerré la puerta de mi antigua casa. En ella quedaban mi exesposo, todas sus pertenencias y algunas de las mías. Pero no me importaba.

No sé por qué acepté volver, venir a almorzar con él. Todo me parece tan deprimente. Hasta las paredes siguen pintadas con el horroroso celeste liláceo que yo misma elegí hace varios años, ya ni recuerdo cuántos. Cada una de las cosas que fueron testigo de nuestra felicidad me miran inertes escupiendo un desagradable rezumo de soledad. El ventilador de techo, que siempre estuvo torcido y yo temía que se viniera abajo, sigue en su posición, oscilando sobre nuestras cabezas.

Lo peor es la hora de la siesta, cuando el televisor da paso al silencio y hasta el perro decide dormir. Yo me quedo despierta, porque las siestas me dan migrañas, y de eso ya tengo bastante. Pienso y repienso en cómo pude sentir alguna vez que esta era mi casa. No, nunca sentí eso. La casa siempre fue de él, y lo sigue siendo. Yo fui una inquilina temporal en su casa y en su vida.

 
 
 

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